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Autor

Eduardo Carlos Acosta
Buenos Aires, Argentina
Eduardo, reciba nuestra gratitud y felicitaciones por su colaboración; esperamos siga participando.
Envíos: Cómplices, Nov. 18/2000
El lobisón, Abril, 2002

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El nieto llegó de sorpresa a vivir en aquella casa de la calle San Martín, ya que no era ésta el domicilio de origen que todo el mundo pensaba. Tato, gordito y llorón primero, crespito y gateador luego, caminador, corredor y revoltoso después, se instaló en ese hogar durante su infancia.

Beto, su abuelo y compañero de travesuras, recibió aquella experiencia como inédita. Era nuevo para él el hecho de convivir con un varón, nunca lo había hecho después de que saliera de su hogar materno.

Para Tato todo era nuevo, absolutamente todo, ya que recién se asomaba a la vida.

Como era costumbre en esa casa, los sábados por la noche se comía pizza que amasaba Olga, la esposa de Beto, junto con Momo, la hija menor del matrimonio. A la pizza se le ponía tomate que lo compraba Heydi, hija del medio, y se solía tomar coca–cola, que en esa oportunidad la había comprado Vale, la primogénita y madre de Tato.

Todos estaban sentados a la mesa, comiendo y saboreando el queso, la cebolla y la masa que conformaban las porciones de pizza. Tato, por su parte, comía sólo los tomates que se robaba de aquellas porciones.

Beto trajo la coca–cola, la abrió y les sirvió a las hijas y a la esposa. Tato reclamó su vaso también con un:

—eeeee... –insistente, a lo que Beto le respondió:

—No, Tato, esto no hace bien –con un dejo en la voz que denotaba un problema respiratorio.

foto niño

Tato, que con tan sólo dos años y medio ya había creado el vicio en un paseo con su padre, no pudo comprenderlo y protestó por mucho tiempo.

Cuando la cena hubo finalizado las mujeres se quedaron en la mesa tomando café, mientras que Beto y el travieso Tato fueron al jardín.

De repente comenzó a llegar a la mesa un olor seco; Momo se preguntó:

—¿Qué será ese aroma?

A lo que Vale respondió:

—No sé... parece humo.

Y Heydi agregó:

—Sí... y viene del jardín.

Al escuchar eso Olga levantó la vista y la posó sobre los ojos de Beto, que aunque estaba lejos percibió el peligro de la situación. Tomó de un brazo a Tato, le gritó con moderación y fueron hacia la cocina nuevamente.

Entraron ambos tomados de la mano, Beto tenía una caja de fósforos en la otra mano. Al entrar Beto dijo:

—Este Tato travieso... estaba encendiendo fuego en un cartón que había en el patio.

Tato lo miró de reojo no muy convencido. No sabía hablar pero entendía todo, comprendía lo que Beto estaba diciendo, sabía todo lo ocurrido y comenzaba a sentirse cómplice.

Olga, después de escucharlo, dejó de clavarle la mirada amenazadora.

Al cabo de treinta segundos todo quedó en el olvido. Beto volvió a lavarse las manos, los dientes, ponerse desodorante y un chicle de menta en la boca. Ya más tranquilo tomó a su nieto nuevamente de la mano. Tato primero lo miró con desconfianza, luego torció la vista hacia la mesa y vio la botella que aún tenía coca–cola. Volvió a mirar a Beto, esta vez de frente, tironeó de la mano que lo sostenía tomado y sintiéndose con más autoridad que nunca le dijo:

—eeeeeee... –y señaló hacia la botella.

Fue entonces cuando Beto dijo para todos:

—Vamos a darle coca al bebé, porque si no se pone loquito y hace lío...

Y mientras con una mano le servía en el vaso, con la otra le hacía caricias en la espaldita en señal de agradecimiento.

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