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Autor

Norberto Volante
Semblanza

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En ese lugar de los alrededores del pueblo eran ellos tres solos: la Nati, el Julián, y su guagua, Pedrito.

Julián todas las mañanas muy temprano subía a su bicicleta, se pasaba el día afuera, regresaba muy tarde al rancho, y siempre traía algo de plata. Cuando era época de zafra, más; si no, igual... siempre algo traía. O se metía de peón de albañil, o se iba a lo de su compadre Ibarra a ayudarlo a arreglar alguna moto, o se iba a la ruta a vender naranjas.

La Nati, a la tarde cargaba al Pedrito a sus espaldas, caminaba esos kilómetros hasta el pueblo –con ese calor–, y se ofrecía para limpiar alguna casa, lavar alguna ropa, que ya había dejado la comida lista para la noche, para cuando volviera su marido, que era su marido porque se habían casado en el registro civil... Y ella soñaba con poder algún día vivir en el pueblo.

Hasta que una tarde el Julián no volvió; vinieron de la policía a preguntarle si ella era la mujer de Velarde Julián, que los acompañara. Y rodeada de los de la policía, de las comadres y compadres de los alrededores, de un señor al que le decían «Señor Juez», la Nati se dio con su marido tirado en un surco entre las altas cañas de azúcar, bajo las luces de los reflectores, con el cuello partido por un machetazo. Rojo el pecho del Julián, desde la barbilla para abajo.

Seis meses después a la Nati se le marcó un surco entre ceja y ceja.

—Fijáte –decían las comadres. Porque no sabían que pocos días atrás la había visitado, ya tarde y oscuro, el hijo de la maestra que le había dicho:

—Nati, fue el negro Chávez... yo lo vi, y fue de atrás.

Pasó el tiempo. El Pedrito había crecido, ya retozaba cerca del monte y se quedaba solo cuando su madre se iba a trabajar, desde la mañana temprano, a ofrecerse para lavar alguna ropa, limpiar alguna casa en el pueblo.

Y un día, cuando la Nati volvió rendida –cada vez más cansada–, lo encontró revolcándose en la tierra con una perra blanca, desconocida, flaquísima y sarnosa.

—¡Máma! –y se reía a los gritos el Pedrito–. ¡Mirá quién vino!

A escobazos Nati alejó a la perra, a orejazos metió al chico adentro, le sacó la ropa y luego, en la galería de quinchas, dentro de una tina lo refregó con jabón amarillo y le dijo:

—Negrito sucio...

La perra esa noche no la dejó dormir; rascó la puerta del fondo repetidamente y aulló, hasta que Nati harta y compadecida le tiró unos huesos que le habían sobrado de la sopa. Escuchó claramente la avidez, el crujido de los huesos, el ruido de las tripas del animal, hasta que al final por la ventana de la cocina la vio, saciada ya, que se fue a echar al pie de un tala.

Y esa noche, a la Nati, el surco entre ceja y ceja se le hundió mucho más.

A la mañana temprano, decidida, tomó una soga del Julián que colgaba desde quién sabe cuándo en la pared de la galería, fue hasta el fondo, chasqueó los dedos y le dijo:

—Vení... –y le mostró una mano.

El animal se incorporó lentamente y luego al trote, cada vez más rápido, se le acercó a lamerle la mano. La mujer era hábil, en un segundo le pasó la soga por el cuello y se la llevó, casi a rastras nuevamente hasta el tala, donde la ató. Le arrimó una lata con agua, volvió a la casa a despertar al chico y le dijo:

—Te doy el gusto... esa perra se queda.

Unos días después la Nati anduvo apurada y preocupada. Primero porque comenzaron las clases y Pedrito empezaba con su primer grado en una escuela albergue, y llevar y despedirse del chico le costó, y luego porque estuvo atareada con la perra, en bañarla con desinfectante a los tironazos y a los golpes, en machetear unos palos que ató en cruz, en hablar con don Juárez, el carnicero, y encargarle:

—... tripas, corazón, lo más barato don Juárez, que no tengo...

Y lavaba y fregaba en las casas del pueblo, ansiosa hasta la tarde cuando llegaba a su rancho, y veía a esa perra saltar enloquecida de hambre, famélica, esperándola, y le ponía unos trozos sanguinolentos en el cuello del ridículo muñeco que había fabricado, bien atados cosa que tarasconeara, y le decía:

—¡Matá! –y la soltaba.

El animal hambriento brincaba directo a la carne, mordisqueaba desesperadamente hasta que lograba voltear con su ímpetu al muñeco, y así comía, arrancando... todas las tardes lo mismo.

Y llegó el día en aquel invierno; cuando llegó la zafra la ató cortito y en silencio caminó con ella hasta el pueblo. Se quedó sentada frente a esa inmunda borrachería, acariciándola sin decirle una sola palabra hasta entrada la noche, y cuando lo vio salir, tambaleante, lo siguió un par de cuadras y le dijo:

— Chávez, negro...

Y él se dio vuelta... a la Nati se le pronunció la arruga entre las cejas y soltando a la perra le gritó:

—¡Matá!...

El animal, tenso, dudó... giró su cabeza y la miró. Y Nati volvió a gritar:

—¡¡¡Matá!!!

Y esa perra se abalanzó, fiera, veloz... y cumplió su cometido...

En el velatorio de la víctima una de las viejas comadres, embriagada con alcohol, repetía incesante y plañideramente entre el coro de sollozos:

—¡Ay, Nati! ¡Ay, Natimitay...! ¡Te han roto el pañuelo rojo que yo te he regalao, que te lo has puesto al cuello, caray, caray, caray...!

Semblanza
Desgraciadamente no sabemos cómo le llegaron a nuestro fundador este relato y el de Esperando, y la única información del autor que tenemos es parece ser que los envió desde Salta, Argentina.

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