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Autor

Norberto Volante
Semblanza

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Esperando, esperando estoy, en esta mierda del Outlook, que alguien me escriba, pues poco salgo y me encanta cartearme con los amigos.

Voy, vengo, salgo al patio a tomar sol un rato, voy a mi taller luego de un café a continuar tallando en ese tronco de quebracho lo que llamaré «La mujer desconocida». Espero a mi mujer al mediodía, a comer lo de costumbre, lo que más nos gusta: churrascos a la plancha y ensaladas, ella me pregunta cómo me fue, y yo lo mismo. Le digo:

–Andá y mirá cómo está quedando.

Me agrada escucharla cuando anuncia:

–Te falta poco, hacele la nariz más delgada, está lindísima.

–¿Te volvieron loca hoy?

–No. Los chicos sabés que no. La Directora. Quiere más planillas para el lunes y voy a tener que matarme para hacerlas.

–¿Te vas a acostar? –la interrogo.

–Un rato, perdoname.

–No te tengo que perdonar. Estás rendida. Andá. Yo lavaré los platos.

La dejo que se vaya, me apuro a hacer todo y decido continuar la talla, para que la vea terminada, para darle el gusto porque sé que le va a gustar. Pero al rato vuelvo a mi escritorio de nuevo frenético, al Outlook Express.

Nada. Ningún mensaje.

Cuando se levanta, le sirvo un cafecito, fumamos un cigarrillo, conversamos de temas de algún país lejano, temas trágicos, esperando el fin del fin. Tomamos el café y luego ella se dedica a corregir los deberes de sus alumnos. Después vemos la televisión, los noticieros mundiales, algunos documentales que nos gustan.

–¿Qué se puede esperar? –le digo. Ella murmura:

–Estamos aquí. Estamos seguros, es el mejor país del mundo.

–Yo quiero sangre allí –ella se encoge de hombros, y me dice:

–Vos sabrás. Siempre pedís sangre.

Son la seis de la tarde, voy a mi escritorio, al Outlook Express de nuevo y nada.

El placer llega recién a las siete. Voy a mi página web preferida. Un foro literario.

Me encuentro con tres mensajes que contesto frenéticamente. Toda mi prosa, mi seducción, mis mentiras, mi desesperanza, mis enormes lecturas, mis ganas de morir allí. Gozo intensamente.

De vez en cuando, sabiendo que está allí atareada con sus papeles burocráticos, me acerco a ella, le acaricio la cabeza y le pregunto si

necesita un té, algo. Y me sonríe y me dice:

–Quedate tranquilo, ya estoy terminando...

Distraído frente a mi PC, luego de eso, más tarde, ella me pregunta:

–¿Querés cenar?

–Sí –le contesto. La siento ajetrear en la cocina, me dice:

–Vení que ya está.

Me arrimo a la mesa y trago igual que un cerdo. Ávidamente. Y luego, con media botella de vino encima, le pido:

–Lleváme.

Suavemente, como todas las noches, me lleva en mi silla de ruedas y me acuesta.

Semblanza
Desgraciadamente no sabemos cómo le llegaron a nuestro fundador este relato y el de Esa perra, y la única información del autor que tenemos es parece ser que los envió desde Salta, Argentina.

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