Quienquiera que decidiera darle algo de comer cuando pasaba por las casas mirando, mirando, le llamaba «¡Oye tú!».
Oyetú dormía en una choza abandonada a orillas del pueblo. Cuando dormía.
De vez en cuando simplemente desaparecía durante días enteros. Pero nadie notaba su ausencia. Ni les interesaba. Ni siquiera notaban que siempre estaba escrupulosamente limpio.
Su edad y origen también eran desconocidos. Parecía ser no más que una parte del ambiente: una parte carente de toda importancia.
Oyetú, el idiota, era una partícula inconspicua de la escena local, caminando, o parado, o sentado en el torrente de un somnoliento flujo temporal.
Hubo un día en que el maestro de la escuela trató de comunicarse con Oyetú.
—Mira muchacho. Estoy seguro de que tienes que comprender algo, saber cualquier cosa. No eres un mongoloide.
Y empezó a hacerle preguntas. Todo lo que recibió en cambio fue la mirada aparentemente atenta del muchacho. No era una mirada agresiva o retadora; tampoco era una mirada vacía. Oyetú nada más estuvo mirando al maestro, hasta que éste desistió.
La otra persona que lo intentó fue el joven cura de la iglesia del pueblo. Tomó a Oyetú de la mano y lo condujo frente al altar.
—Dios te ama, hijo mío, porque tienes que cargar una cruz muy pesada. El Señor es tu padre, igual que es padre mío. Ésta es tu casa, y siempre puedes venir aquí a pedirle cualquier cosa que necesites.
Oyetú miró del cura al altar. Luego recorrió con la mirada todo el interior de la iglesia. Entonces giró lentamente, salió y se fue.
Un día el idiota volvió a desaparecer del pueblo, después de haber comido lo que le dieron en tres o cuatro casas.
Caminó a través de las praderas y sembradíos hasta alcanzar un bosque y ahí, en medio de los árboles, un riachuelo. Encontró un pequeño espacio soleado y se quedó ahí parado un rato en el sol, mirando hacia el cielo. Entonces empezó a sacudir sus brazos, sus piernas y todo su cuerpo. Tenía que sacudirse todas esas miradas que se le pegaban con el viscoso engrudo de la curiosidad y de la lástima.
Se sumergió en las frescas aguas del riachuelo para lavarse el resto de esa cosa pegajosa y desagradable. La jerigonza santurrona del cura y la pedante garrulería del maestro eran las más difíciles de desprender.
Cuando finalmente volvió a sentirse limpio, Oyetú proyectó mentalmente su gratitud al agua por llevarse entre sus partículas toda la suciedad. Una amiga verdadera, el agua; jamás hacía preguntas. Lo único en que se ocupaba era en calmar y limpiar, como los tiernos dedos de la Hermana Brisa cuando lo acariciaba mientras se secaba su piel.
Se sentó entre los tallos de altas hierbas que crecían a lo largo del riachuelo, y se puso a escuchar el susurro de las verdes lanzas. Platicaban de maravillas como la sensación cosquilleante de pequeñas patitas de insecto; la fortaleza nutriente del agua nueva absorbida por minúsculas raíces, el milagro dorado de la cálida luz del sol y las gemas resplandecientes de gotas de rocío que se deslizaban por sus hojas. Mientras escuchaba, Oyetú percibió la savia penetrando por sus pies. Se irguió y permitió que las raíces se hundieran en la fresca tierra. Una corteza resistente empezó a cubrir su cuerpo y sintió que es sus dedos y sus cabellos las hojas frescas susurraban alegremente. Se estiró y creció, y se inclinó en saludo a otros árboles en derredor. Y los árboles le saludaron a su vez.
—Buen día, Hermano.
Otro murmuró:
—¡Maravillosa brisa!
La savia subió en torrente y nutrió cada una de sus células. Se sentía tan bien, que hizo brotar aromáticos capullos en los extremos de todas sus ramas.
A sus pies el agua orquestaba un suave fondo musical a la melodía ascendente de aves canoras, mientras que un pájaro carpintero agregaba un staccato cacofónico al fluyente poema de la vida.
Y entonces el viento acarreó sentimientos y palabras humanas:
—Hay que hacer que trabajen a reventar ay dios mío déjame en paz vieja pendeja es horrible pero a ella le va a encantar deja de decir estupideces acepta tu cruz con resignación me la van a pagar vámonos a ponernos un cuete...
Asqueado, Oyetú se contrajo y se lanzó al riachuelo, una piedra redondeada. El agua cantó y lo lavó de nuevo. En su carne pétrea percibió la prisa de los granos de arena deslizándose sobre él, junto a él. Un par de truchas de detuvieron a saludarle, mientras que un joven cangrejo ensayaba su habilidad para escarbar, hasta que logró meterse debajo de él. Descansado y fresco, Oyetú volvió a la orilla y miró la dorada luz del sol.
Arriba...
Miró hacia abajo, una blanca nubecilla, un millón de minúsculas partículas de agua flotando, bogando en la atmósfera. La vida era bella otra vez. Notó una parcela de terreno seco y dedos de sed que se extendieron hacia él, llamando. Hizo de sí una nube gruesa y pesada y se lanzó hacia abajo en hilos mojados de plata, mitigando la sequedad. Abajo, abajo entre las raíces, a la fresca oscuridad donde dormían las semillas nuevas, esperando a empujar hacia la luz siguiendo el llamado urgente de renovación de la vida.
El idiota estuvo sentado viendo la llegada de las sombras. Una mariposa nocturna se posó momentáneamente en su mano, anunciando fulgor de estrellas, hablándole de sombras sedosas y de encuentros emocionantes. Entonces abrió sus alas y se perdió en la penumbra.
Y pronto estuvieron ahí las estrellas. Millones de centelleantes puntos de luz llamando, plata canora y libertad, espacios que saludan como campanas de risa en lo arcano.
Vida sin tiempo en la inmensidad ilimitada. Llamando... Llamando...
Era sábado por la mañana, y dos compadres se fueron al riachuelo para escapar de sus esposas regañonas, y para tratar de pescar alguna trucha.—¡Mira, Juan! ¿No hay alguien ahí tirado desnudo junto al agua?
—Seguro que sí, Pepe. Es el idiota.
—¡Compadre! ¡Está muerto!
Llevaron el cuerpo a la iglesia. Con seguridad el señor Cura sabría qué hacer. Pero el sacerdote no podía decidirse a enterrar a Oyetú en suelo consagrado...
¡El cuerpo no tenía ombligo y carecía de sexo!