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foto Cristina Pacheco
Cristina Pacheco
(1941)
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Rebeca avanza entre las tumbas. El sepulcro de su marido, muerto hace menos de un año, no tiene losa. La distinguen una cruz de madera pintada de azul y cuatro botes que hacen las veces de floreros.

—¡Válgame, Dios santo, parece un basurero! –dice al ver entorno a la fosa de Marcial restos de comida, envases de cartón, cajetillas vacías de cigarros–. En estos tiempos todos, vivos o muertos, andamos en la pura mugre.

Rebeca deja sobre la tumba, alta y de granito, los útiles de limpieza y un ramo de cempasúchiles. Tañe la campana de la iglesia. Cascada y sorda, apenas sobresale entre el rumor de los camiones y automóviles que transitan por la avenida próxima: «Ni los muertos se escapan de tanto ruido que hay en todas partes», piensa la viuda.

Del fondo del panteón se levanta una densa humareda. Rebeca estira el cuello y alcanza a ver a dos hombres que convierten su carretilla en mesa. Se disponen a almorzar, rodeados de coronas y ramos marchitos. No muy lejos están los restos de una caja mortuoria: entre sus grietas crecen las maravillas.

—Mientras uno viva, quiera o no, al cuerpo hay que alimentarlo –dice Rebeca sin fijarse en que repite las palabras con que su madre la animó durante las primeras semanas de su viudez, cuando ella gritaba: «mejor quiero morirme».

El recuerdo de su dolor la hace avergonzarse de su lozanía y de redondez que ha adquirido su cuerpo. Según sus familiares, la hacen verse «hasta guapa». Sobresaltada, se vuelve a mirar la tumba de Marcial: hoy le parece demasiado pequeña para el recuerdo que guarda de su esposo: alto, corpulento, moreno.

—Desde que se puso malo, se hizo chiquito –dice la viuda quitándose la tela negra que cubre su cabeza.

Hincada, retira los abrojos que ocultan la parcela donde reposan los restos de Marcial. En su memoria se aclaran ciertos recuerdos, ciertas imágenes fugaces.

—Enfermo como estabas, no perdiste la fuerza, mi pobrecito. Acuérdate de que todo el tiempo querías que m'estuviera en tu cama... –Rebeca siente la tierra desmoronarse entre sus dedos, percibe su sequedad, su aridez–. Los hombres son así, o a lo mejor nomás tú... Ay, viejito, si yo hubiera estado tan mala como tú, ya mero que iba a pensar en esas cosas...

—¿L'ayudo, patrona? –Al escuchar la voz Rebeca lanza un grito. A contraluz no puede distinguir las facciones del hombre que se toca el ala del sombrero para saludarla y le pregunta–: ¿Se asustó? Qué dijo: «ya vino el muerto».

—No, es que...

—No s'espante, lo difuntos no vuelven, no hablan. No tenga miedo. Estoy tan vivo como usté. Vine porque la vi trabajando solita y eso de cuidar las tumbas es mi chamba.

Con la punta del pie el hombre remueve unos terrones.

—Újule, si está bien seca... necesita por lo menos cuatro baldes de agua para que se refresque...

Rebeca cree adivinar un reproche en las palabras del camposantero y mientras remete la falda entre sus piernas asegura:

—No había podido venir. Vivo muy lejos y luego, con la chamba, apenas si me alcanza el día...

—Así es la cosa, no se fije ni tampoco se apure: los muertos están tranquilos, no tienen prisa de nada... ya llegaron a lo suyo. En cambio a uno siempre lo viene correteando la vida... y esa sí tiene prisa –Rebeca se siente perturbada por las palabras del hombre, que parece entenderlo todo de una manera muy sencilla–. Y así como le pasa a usté, le sucede a todo el mundo. ¿Le traigo el agua? Esa cubetilla de usté no sirve... mejor acarreo con mis botes.

Antes de que la viuda pueda responder el camposantero se aleja. El sol hace brillar los botes de hojalata. Deslumbrada, Rebeca reemprende su trabajo. Al fin mira la fosa limpia, retrocede y contempla aquel pedacito de tierra sin encontrar respuesta para las preguntas que se le agolpan en la cabeza y que el camposantero, ya de regreso, parece adivinar:

—Allí acaba todo, patrona. Somos poquita cosa ¿no? Lo mira uno y dice: caray, para esto tanto relajo. Hágase para allacito, no la vaya a mojar.

Rebeca se aparta. Oye el ruido del agua que cae. La envuelven el aroma de la tierra mojada, la frescura. Sobre su espalda el sol comienza a calar.

—Por eso digo yo –continúa el hombre–: mientras estemos aquí hay que pensar como vivos y darle gusto al cuerpo. Luego, ya nada sirve. La vida es como esas flores: se marchita y de uno no queda nada.

—Ay, Dios, ¿qué no es usted católico? ¿Qué no se apura por su alma?

—La verdá, nunca la he visto –dice el camposantero en tono reflexivo; se apoya en su pala–. En cambio, sé que estoy vivo. ¿Cómo?, por ejemplo, porque me puse contento de verla aquí, solita. Es más, pienso que ese gustito es el alma...

Rebeca no contesta. Pone las manos sobre la tierra húmeda. Mira el ramo de flores... se da cuenta de que ahora son de un amarillo intenso.
Relato tomado de su obra Sopita de Fideo, de Ed. Océano, 1984.

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Cristina Pacheco, editora, periodista, escritora. Tales palabras, aunque verdaderas, son insuficientes para definir a Cristina Pacheco, quien desde hace muchísimos años ha hecho del amor por las palabras su oficio y vocación. Su labor, a lo largo de este periodo, ha sido visible en periódicos, revistas, radio y televisión, ámbitos donde se ha desenvuelto con tal acierto que se ha hecho acreedora a 38 premios en reconocimiento a su destacada trayectoria.

Cronista de la cultura y de la cotidianidad mexicana; entrevistadora inteligente y sensible -capaz de desentrañar las profundidades de las almas que confiadas le entregan sus historias-; narradora incansable y tejedora de fábulas, Cristina Pacheco, nacida en San Felipe, Guanajuato, pero avecindada en México desde la infancia, fue editora de la serie de libros Contenido, Secretaria de Redacción de la Revista de la Universidad de México y de Sábado, suplemento cultural de Unomásuno; asimismo, fue colaboradora de prestigiadas publicaciones, entre las que se cuentan los periódicos El Sol de México y El Día, y la revista Siempre!. Su Mar de historias en La Jornada, publicado desde 1986, es ya una tradición.

La voz de Cristina Pacheco se ha dejado oír por radio en XEQ AM, en los programas Voz pública y Los dueños de la noche; en XEW AM, con el programa Aquí y ahora, y en Radio Fórmula, en los programas Los amos de la noche y Periodismo y algo más, el cual sigue en el aire hasta la fecha. En cuanto a su trabajo en televisión, fue comentarista del noticiero nocturno y de la serie semanal Séptimo Día, de Canal 13, donde también realizó una serie de conversaciones con el escritor Renato Leduc; y desde 1977 forma parte del equipo de Canal Once, donde se desempeñó como comentarista del programa Así fue la semana y como conductora de De todos modos Juan te llamas -serie de semanal de conversaciones con el escritor Juan de la Cabada-. Actualmente es conductora de los programas Aquí nos tocó vivir y Conversando con Cristina Pacheco, los cuales se han convertido en testimonio vivo de las formas de vida y la cultura de nuestro país.

Asimismo, es imposible soslayar su labor literaria, la cual es tan vasta que incluye quince títulos entre obra narrativa, -Para vivir aquí, Cuarto de azotea y Zona de desastre, entre otros libros;- crónica -La rueda de la fortuna- y volúmenes de entrevistas, entre los que destacan Orozco, iconografía personal, Los dueños de la noche y La luz de México.

Cristina Pacheco es, pues, una mujer de oficio que ha hallado en las palabras la razón de su vida; cronista de un país rico en expresiones y de la gente que lo habita, y narradora desbordada tanto por la inteligencia como por la pasión; no sólo por el periodismo, el arte y la literatura, sino, fundamentalmente, por la vida. (Ver más información).

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