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Cristina Pacheco
(1941)
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Todos los sábados, a las ocho en punto de la mañana, aparecía en alguna de las casas donde estaba al cuidado del jardín, los arriates o un simple patio sombrío donde el florecimiento de magnolias, nísperos y camelias era parte de los milagros que, según don Lorenzo, el jardinero, Dios realiza para darnos pruebas de que aún existe.

Don Lorenzo era un hombre corpulento, de espaldas anchas, manos nudosas y ásperas. Remataba su cuello una cabeza perfecta. En el pelo siempre traía entremetidas hojas secas, ramitas, pétalos. Eso daba aspecto de dios pagano a aquel hombre vestido con ropas imposibles de discernir: recubiertas de lodo, descoloridas, entre remiendos y costuras burdas formaban una textura semejante a la corteza de un árbol.

El jardinero aparecía en las casas derramando tierra y disculpas porque sus zapatones dejaban terroncitos y huellas de su paso. Invariablemente daba principio al trabajo con un monólogo que era una excusa adelantada por la lentitud con que lo realizaría:

—Antes era diferente porque me ayudaban mis hijos y juntos en un rato acabábamos. Desde que estudian ya no quieren trabajar conmigo... les da vergüenza enlodarse. Muchachos tontos... parece que no saben que al final de la vida todos acabaremos igual de enterregados.

Mientras iba auscultando troncos y ramas, retoños y raíces, don Lorenzo tenía la costumbre de silbar canciones de otros tiempos. Si alguien se aproximaba sustituía el silbido por una nueva justificación:

—Palabra que si hubiera pajaritos, yo no chistaba; pero como no quedan, por chiflo un rato pa' que las plantas se alegren, porque así tiene que ser... así están acostumbradas.

En la soledad, con las manos clavadas en la tierra y los ojos dirigidos al cielo, don Lorenzo había llegado a la conclusión de que en el mundo no hay cosas inútiles ni objetos sin sombra:

—Y si no me lo cree, en un rato que tenga libre fíjese bien y verá cómo, saliendo el sol, hasta la flor más chiquita la tiene. Eso quiere decir que aun las personas ignorantes y feas como yo están llenas de alma, o sea, que también existimos para Dios.

Aquel hombre, que advertía la presencia del Todopoderoso en los infinitos milagros de la tierra, lo imaginaba como a un ser perfecto, bondadoso, pero sobre todo de memoria infalible.

—Él sabe cada cosa que hay en el mundo, se acuerda de dónde están los ríos y las montañas, tiene presentes nuestros cuerpos y caras porque, después de todo, nos hizo a su imagen y semejanza. Y por eso mismo Él quiere que muramos así, que lleguemos completitos al Día del Juicio Final. Sabe que esa fecha estará presente en Dios Padre y que si Éste, en vez de mirar que salen de los sepulcros personas completas las ve mochitas y rotas, a lo mejor se burla de su Hijo y le dice: «Estas son las personas que tu creaste, ¿por estos cachos de gente fuiste a morirte en la cruz?». En cambio, si llegamos enteros, lo felicitará. Es como uno con sus hijos: si los ve que pasan de año, se alegra; si en cambio reprueban por hacer mal el trabajo, se pone triste.

Y aquella filosofía que dio sentido a la existencia de don Lorenzo fue también la causa de su muerte.

Un sábado de julio don Lorenzo llegó arrastrando una pierna.

—Ustedes perdonarán –comentó–, pero es que me di un santo porrazo. Ya me pusieron fomentos de sal... no tardo en curarme.

Una semana después apareció por el rumbo apoyándose en un bastón de Apizaco.

—La tranca no es mía –aclaró–. Me la prestó mi compadre para que no me recargue tanto en la pata mala. Es lo mismo que cuando se quebra una rama: se necesita apoyarla en una horqueta mientras amaciza, porque si no, se rompe.

Aunque cada sábado se despedía prometiendo que:

—Ora sí, pa' la próxima vengo aliviado...

al siguiente regresaba apoyándose con más fuerza de su bastón. Ante sus conocidos y amigos no concedía importancia a la persistencia del mal, pero en la soledad de los jardines y patios confesó a sus flores predilectas –la zinnia, el rascamoño, el clavel de poeta–, que la pierna se le había empezado a ennegrecer y las punzadas le arrancaban lágrimas.

Repentinamente don Lorenzo se ausentó de sus rumbos. En los setos creció el pasto y rebasó sus límites. De las enredaderas colgaban hojas secas. Los follajes se aplomaron. Tan inesperadamente como había desaparecido... el hombre regresó.

Ante la decadencia de los patios y jardines que estaban a su cuidado explicó:

—Ya ve que nunca falto, pero ahora sí no me quedó más remedio que irme unos días para Acolman. Fui a ver a un médico muy bueno. Él me ha estado envenenado la enfermedad con emplastos de cólquico y beleño. Son plantas venenosas y por eso mismo –según me dijo el doctor–, para mi caso son buenas, porque únicamente el mal puede curar al mal.

Aunque durante el día don Lorenzo procuraba convencerse de que iba mejorando gracias a los emplastos venenosos, en las noches se estremecía al ver cómo aquella mancha negra iba creciendo y oscureciéndole toda la piel:

—Ya ven, ¿no les dije? Cada cosa tiene su sombra... hasta la muerte cuando se nos va acercando.

Don Lorenzo pudo haberse salvado, pero antes de morir nos explicó:

—Ahora me salen con que si me dejo cortar mi pierna me alivio, pero yo no quiero. Con una sola pata ¿quién me dará trabajo? Y luego, ¿con qué cara me presento ante Dios el Día del Juicio Final? Para que yo viniera al mundo Él me prestó este cuerpo con su cabeza, con sus dos patas, sus manos, así que ¿cómo se lo devuelvo sin un cacho? No, a mí no me cortan nada. Cuando me muera quiero estar enterito: con mi sombra completa y con toda mi alma adentro.
Relato tomado de su obra Sopita de Fideo, de Ed. Océano, 1984.

Semblanza
Nací en el estado de Guanajuato. Pertenezco a una familia dedicada a la agricultura y a la pequeña ganadería. El empobrecimiento del campo nos obligó a abandonarlo. Mi padre nos llevó primero a San Luis Potosí y más tarde a la ciudad de México. La emigración familiar ocurrió en años en que venir a la capital representaba todo lo contrario de lo que hoy significa: posibilidad de obtener empleo, casa y sobre todo educación. Aquí hice todos mis estudios: desde la primaria en la escuela "José Arturo Pichardo", hasta cuarto año de letras españolas en la UNAM.

Las perspectivas que nos ofrecían la vida urbana y el aprendizaje nunca nos apartaron realmente del pueblo ni del campo. El apego que mi padre sentía por la tierra, su inmenso amor y su eterna nostalgia de ella nos hizo concebirla como un sitio al que siempre podríamos regresar como a un último refugio.

El D. F. me dio la posibilidad de estudiar en las escuelas públicas y de tener empleo; pero sobre todo me permitió ejercer mi única vocación; escribir. Desde hace años practico el periodismo en diarios, revistas, radio y televisión. Gracias al periodismo se me han abierto algunas de las infinitas puertas que dividen e incomunican a las muchas ciudades que integran la capital mexicana. Allí he escuchado las historias del pueblo, he visto su lucha heroica e ignorada, he sido testigo de su opresión, de su marginación y de su eterna esperanza.

Los relatos que aparecen en mi obra Sopita de fideo se basan precisamente en esas historias. Mezcladas con mis propias experiencias e imaginaciones pretenden ser una manifestación de solidaridad al pueblo al que pertenezco, un testimonio de estos años difíciles y también un medio para captar los estilos de vida, los símbolos, las hablas populares, los últimos reductos de los mexicanos y mexicanas que, cada vez más despojados y empobrecidos, ahora ya sólo pueden alimentarse con la tradicional Sopita de fideo.

Este texto, lo mismo que el relato, están tomados de la obra mencionada, de Ed. Océano, 1984.

Cristina Pacheco nació en San Felipe Torresmochas, Guanajuato. (1941), con el nombre de Cristina Romo Hernández. Inició su carrera periodística en 1960 en los diarios El Popular y Novedades, y desde entonces ha colaborado con la revistas Sucesos (1963, con el seudónimo de Juan Ángel Real) y Siempre (con una entrevista semanal desde 1977); en los periódicos El Sol de México (1976–77), El Día (1977–85, donde, entre 1983 y 1985, publicó la sección El Cuadrante de la soledad) y La Jornada (desde 1986, donde aparece su sección Mar de Historias); y en Sábado, suplemento del cotidiano Unomásuno (1981–86). Fue directora de las revistas La Familia y La Mujer de Hoy; y jefa de redacción de la Revista de la Universidad. Desde 1980 conduce la serie de televisión Aquí nos tocó vivir, que se transmite semanalmente por el Canal 11. Autora de Para vivir aquí (1983), Orozco, Iconografía personal (1983), Sopita de fideo (Océano, 1984), Testimonios y conversaciones (1984), Zona de desastre (Océano, 1986), Cuarto de azotea (1986), La última noche del tigre (Océano, 1987), y La luz de México (entrevistas, 1989). Ha recibido el Premio Nacional de Periodismo en el género de entrevista (1975 y 1985); el premio de la Asociación Nacional de Periodistas, por Aquí nos tocó vivir (1986); y el premio Teponaxtli de Malinalco por su labor en la televisión.
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