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Autor

Eduardo Carlos Acosta
Buenos Aires, Argentina
Eduardo, reciba nuestra gratitud y felicitaciones por su colaboración; esperamos siga participando.
Envíos: Cómplices, Nov. 18/2000
El lobisón, Abril, 2002

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Cuando era niña vivía en el Bajo Belgrano, en la calle Temperley, cerca de una villa donde actualmente está ubicada la embajada de Rusia. En esa villa vivía muchísima gente y sucedían historias insólitas como la que ahora, más de 20 años después, voy a narrar.

Dentro de la villa vivía un personaje muy simpático, cuyo nombre nunca supe, pero se apellidaba Solaipa. Él era un hombre que no había nacido para trabajar mucho, lo hacía en forma independiente y cuando quería, o mejor dicho, cuando lo que quería era jugar a las cartas apostando dinero. En su infancia había sido muy mal criado, posiblemente por ser el menor en una familia de siete hermanos.

Muy común en él era el hecho de tener deudas con varias personas, pero cuando le insistían en los reclamos, Solaipa solía ponerse a trabajar y pagaba. Vivía con una mujer, que no se sabía si era su esposa o su concubina, con la cual pocas horas dormía, ya que solía salir a jugar por las noches.

No sé realmente si todas las noches lo que hacía era jugar, pero sí era cierto que la pasaba fuera de su casa, y su mayor temor eran los maridos celosos.

El señor Chavino también vivía en la villa, pero era un hombre muy trabajador; tenía una familia a la cual sustentaba. Su relación con Solaipa era frecuente, se veían a menudo porque solían hacer algunos trabajos juntos cuando este último quería reunir algún dinero.

La sobrina de Chavino, Susana, iba conmigo al colegio, y por ella me enteraba varias de las cosas que estoy contando ahora.

Una noche de luna llena, me contaba Susana, el señor Chavino iba caminando por la calle Húsares, y sentía una presencia extraña, y la sentía cada vez más cerca. La respiración de Chavino había aumentado en ritmo, sus manos tenían mucho sudor, y estaba muy pero muy nervioso.

Al llegar a la esquina de Húsares con la calle Blanco Encalada, Chavino se encontró con un lobo. El lobo gruñía y se dirigía hacia donde Chavino se encontraba ubicado. Éste sacó de su mochila unas cadenas y se defendió del lobo golpeándolo hasta hacerlo caer desmayado y lastimado.

Chavino llegó a su casa con las cadenas en la mano. Éstas estaban llenas de pelo y de sangre. Chavino las guardó y fue a dormir.

Al día siguiente Chavino se presentó en la comisaría 51, narró lo sucedido y quedó inmediatamente detenido. El comisario Sarlanga –un marido muy celoso– le contaba que Solaipa había amanecido herido, mediante cadenazos, en la esquina de Húsares y Blanco Encalada.

La detención duró 6 horas. En ella Chavino le había contado lo sucedido y le ofreció la cadena para analizar la sangre y los pelos. Sarlanga no le creía, pero parecía no importarle nada de la situación de Solaipa, por eso, hizo las maniobras de tal manera para que no hubiese motivos para tener demorado más tiempo a Chavino, y lo más curioso de todo, contaba Susana, es que al salir, Sarlanga le dio a Chavino un afectuoso saludo.

Por más que Susana le preguntó todo, Chavino contó muy poco sobre la charla de aquellas seis horas de detención. Igualmente, se analizaron la cadena, los pelos y la sangre.

De ese análisis pudo determinarse que en la cadena había huellas digitales de Chavino y que la sangre pertenecía a Solaipa, pero no pudo determinarse el origen de los pelos. De todas maneras, eso no llegó al juzgado y, además, Chavino no estaba imputado.

Solaipa salió del hospital después de haber estado 36 días en terapia intensiva y 8 días más internado también. Luego de volver, a la semana se mudó junto con su esposa a la provincia de Buenos Aires, cerca de Panamericana y la bajada de la 202. Nunca hizo declaraciones de lo que había ocurrido. Por eso, hasta hoy, todo es un misterio.

Chavino jura que él atacó a un lobo. Por el barrio se comenta que Solaipa tenía una deuda con Chavino por causa del juego.

También se comenta que, antes que ocurriera el ataque de Chavino al lobo, cada noche que Sarlanga tenía guardia en la comisaría, Solaipa no iba a jugar a las cartas.

Hace algún tiempo, en el año 2002, volví al barrio para tratar de investigar, pero me enteré que Sarlanga había muerto en un tiroteo, y que su esposa se había mudado.

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